(Cuentos para jugar, Gianni Rodari)
Había una vez Pinocho. Pero no el del libro de Pinocho, otro. También era de madera, pero no era lo mismo. No le había hecho Gepeto, se hizo él solo.
También él decía mentiras, como el famoso muñeco, y cada vez que las decía se le alargaba la nariz a ojos vista, pero era otro Pinocho: tanto es así que cuando la nariz le crecía, en vez de asustarse, llorar, pedir ayuda al Hada, etcétera, cogía un cuchillo, o sierra, y se cortaba un buen trozo de nariz. Era de madera ¿no? así que no podía sentir dolor.
Y como decía muchas mentiras y aún más, en poco tiempo se encontró con la casa llena de pedazos de madera.
—Qué bien —dijo—, con toda esta madera vieja me hago muebles, me los hago y ahorro el gasto del carpintero.
Hábil desde luego lo era. Trabajando se hizo la cama, la mesa, el armario, las sillas, los estantes para los libros, un banco. Cuando estaba haciendo un soporte para colocar encima la televisión se quedó sin madera.
Corrió afuera y buscó a su hombre, venía trotando por la acera, un hombrecillo del campo, de esos que siempre llegan con retraso a coger el tren.
¡¿Todavía no se ha enterado?! Ha ganado, cien millones a la lotería, lo ha dicho la radio hace cinco minutos.
El señor Bislunghi no sabía si creérselo o no creérselo, pero estaba emocionadísimo y tuvo que entrar a un bar a beber un vaso de agua. Sólo después de haber bebido se acordó de que nunca había comprado billetes de lotería, así que tenía que tratarse de una equivocación. Pero ya Pinocho había vuelto a casa contento. La mentira le había alargado la nariz en la medida justa para hacer la última pata del soporte. Serró, clavó, cepilló ¡y terminado! Un soporte así, de comprarlo y pagarlo, habría costado sus buenas veinte mil liras. Un buen ahorro.
Y, en efecto, era tan rápido para decir mentiras que en poco tiempo era dueño de un gran almacén con cien obreros trabajando y doce contables haciendo las cuentas. Se compró cuatro automóviles y dos autovías. Los autovías no le servían para ir de paseo sino para transportar la madera. La enviaba incluso al extranjero, a Francia y a Burlandia.
Y mentira va y mentira viene, la nariz no se cansaba de crecer. Pinocho, cada vez se hacía más rico. En su almacén ya trabajaban tres mil quinientos obreros y cuatrocientos veinte contables haciendo las cuentas.
Pero a fuerza de decir mentiras se le agotaba la fantasía, Para encontrar una nueva tenía que irse por ahí a escuchar las mentiras de los demás y copiarlas: las de los grandes y las de los chicos. Pero eran mentiras de poca monta y sólo hacían crecer la nariz unos cuantos centímetros de cada vez.
Entonces Pinocho se decidió a contratar a un «sugeridor» por un tanto al mes. El «sugeridor» pasaba ocho horas al día en su oficina pensando mentiras y escribiéndolas en hojas que luego entregaba al jefe:
El «sugeridor» ganaba bastante dinero, pero por la noche, a fuerza de inventar mentiras, le daba dolor de cabeza.
Pinocho, ahora que era rico y super rico, ya no se serraba solo la nariz: se lo hacían dos obreros especializados, con guantes blancos y con una sierra de oro. El patrón pagaba dos veces a estos obreros: una por el trabajo que hacían y otra para que no dijeran nada. De vez en cuando, cuando la jornada había sido especialmente fructífera, también les invitaba a un vaso de agua mineral.